Capítulo IX (Parte II)

Don Juanjo de Arenza



Camino durante horas entre la maleza del bosquecillo, alejándome a cada paso del Infierno llameante en el que he convertido la ciudad-fortaleza. No conozco las tierras, en parte porque no son las mías y porque la Reina no quiso mostrármelas durante el viaje, usando alguna especie de magia bruja para transportarnos en apenas segundos. Tampoco soy consciente de las distancias, así que podría tardar días o meses en alcanzar de nuevo nuestro campamento junto a la Torre, en los acantilados.

Exhausto, me dispongo a pasar las pocas horas que quedan hasta el amanecer recostado contra el frío y yermo suelo. Aparto un espeso matorral de espino y me acurruco entre el follaje; las hojas de la planta me hienden los brazos y las piernas, pero a la vez me protegen de las posibles alimañas moradoras del bosquecillo. Cierro los párpados, que me pesan como dos losas de piedra, y abrazo con fuerza la espada, intentando protegerme del frío nocturno con las escasas ropas que llevo.

Cuando con las primeras luces del alba, abro de nuevo los ojos, no recuerdo dónde estoy ni los hechos de la noche anterior, aunque a los pocos minutos todo vuelve a mi mente como si fueran flechas, aguijoneándome la conciencia y quemándome las sienes. Me registro los bolsillos de la túnica en busca de algo comestible: únicamente encuentro un mendrugo seco de pan, que engullo con voracidad.

A los pocos metros de camino encuentro un arroyo que discurre entre las piedras. El agua es clara y gélida, y bebo con avidez y meto la cabeza en ella, esperando a que la vista se me despeje y la frente deje de arderme.

Capítulo IX (Parte I)

Don Juanjo de Arenza



Paso la gélida noche sumido en el abismo, dormitando al raso bajo una Luna enorme y pálida que no deja de jactarse de mí desde su trono en la bóveda celeste.

El frío me entumece los músculos, y tengo todos los miembros del cuerpo rígidos. A lo lejos, rompiendo las sombras nocturnas, distingo el fulgor de las calles de Des-Lorth, y las llamas de las antorchas de los guardias de amurallada ciudad.

Me pongo en pie con un súbito y a la vez hirviente y reconfortante sentimiento de venganza; sonrío en la oscuridad y apoyo la mano en el pomo de la espada, mientras me dirijo a la ciudad a paso ligero.

Como es muy improbable que los guardias de las murallas me dejen entrar en la ciudad a tan altas horas de la noche, siendo además un extranjero armado, pongo rumbo a la parte Sur de la ciudad, por donde las piedras de la ciudad-fortaleza se ven sumidas en la penumbra y apenas resuenan las voces escandalosas de los guardias ya borrachos.

Como esperaba, las defensas en esa parte de la ciudad son endebles: el muro apenas se conserva erguido y los tablones de madera que conforman las puertas aparecen podridos y llenos de moho.

Apoyándome en las piedras sobresalientes de la muralla, trepo con agilidad por la misma, procurando que mis jadeos y mi respiración no llamen demasiado la atención y que la vaina de la espada no roce las desgastadas piedras. Cuando alcanzo la cima de la muralla, escruto a ambos lados, pero apenas hay antorchas encendidas y no se ve ni un alma; tampoco se oye ningún sonido, por lo que me apresuro a descender por el interior del muro con la misma facilidad con la que he ascendido.

Aterrizo a cuatro patas sobre un pestilente lecho de barro, desperdicios y paja entremezclada, y, haciendo una mueca de repugnancia, me pongo en pie con sigilo y pego mi cuerpo a las piedras húmedas de la casa que tengo justo enfrente.

Las casas que me rodean son construcciones endebles, de una única planta y de adobe y paja, algunas de tablones de madera, pero son una minoría. Las familias de esta zona de la ciudad amurallada son pobres: muchas veces he visto barrios como éste en las ciudades europeas.

Avanzo sigiloso como una sombra a lo largo de la muralla; esta mañana presté atención a los pasos de la Reina, como debería hacer todo aquél que ose llamarse guerrero, y conozco perfectamente el emplazamiento del edificio que busco.

Por el camino me topo con un guardia, un hombre fornido y de vestiduras andrajosas, portador de una maltrecha alabarda y de una jarra de cerveza, por lo que no me resulta demasiado difícil atestarte el golpe de gracia y acertar. El cadáver queda sentado en un tocón arrimado al muro a modo de asiento, y me apodero de la antorcha que arde en un brasero junto al hombre. Le desnudo y cubro mi túnica con la raída camisa del hombre, agarrando también la herrumbrosa lanza. Tras esto, escondo el cuerpo del moribundo tras el murete del patio de una casa próxima, entre las sombras.

Sigo avanzando un centenar de metros más, manteniéndome siempre entre las sombras. No corro tanto peligro como antes al portar el arma y la antorcha del centinela muerto, pero aún así corro el riesgo de ser reconocido por alguno de los compañeros de armas del difunto.

Al poco rato, cuando mis pasos me llevan a desembocar en una enorme plaza sin más incidentes, frente a mí se recorta la silueta de un enorme edificio de piedra con techumbre de madera, adornado con altos y delicados arcos y bellos cristales y capiteles monstruosos, que me hacen pensar en una burda parodia de las bellas catedrales de Occidente.

Sonrío para mis adentros y me aproximo al imponente edificio, mirando antes de atravesar la plaza a derecha y a izquierda, tratando de escrutar entre las sombras de los múltiples callejones que van a morir a la basta Casa del Demonio.

Entrar en el edificio no va a ser para nada fácil. Probablemente los sacerdotes herejes duermen dentro, en un espacio destinado especialmente a ellos. Observo con más detenimiento los grabados del arco de la puerta: en ellos se entremezclan crueles representaciones de sacrificios humanos, bestias salvajes informes e indescriptibles y bellas filigranas de piedra, místicas letras entrelazadas de un idioma que me resulta incomprensible. Las puertas de acceso principal son de madera robusta y bien encajadas, barnizadas con algún líquido brillante y resinoso que las hace destellar ante las llamas de mi antorcha.

La parte posterior del edificio está unida a la muralla de la ciudad, de modo que si me encaramo a ella, probablemente pueda atisbar el interior del santuario a través de la impresionante ventana redondeada de cristales coloreados. De ahí, subido al alféizar del colosal ventanal, apenas hay una decena de metros hasta el techo a dos aguas de madera negra, adornado con bellas piezas de madera pálida talladas en forma de monstruosas bestias aladas.

Rápidamente escalo el muro siguiendo el procedimiento inicial: apoyo los pies y las manos en las piedras salientes y me impulso hacia arriba con los brazos. Esta vez, la antorcha es un incordio, pues no he de permitir que se apague (carezco de yesca para prenderla de nuevo), y la ascensión con una única mano resulta dificultosa y en extremo extenuante. La antorcha es larga, por lo que, una vez en lo alto de la muralla, rasgo un trozo de la camisa del hombre muerto que llevo encima y la enrollo alrededor del mango de madera, para impedir la ingestión de la mezcla de aceite, brea y grasa que chorrea la antorcha al arder. Luego me la introduzco entre los dientes, y, sujetándola con fuerza, inicio la ascensión hasta el alféizar del ventanal trasero de edificio.

Apenas hay apoyos para poner los pies y las manos; a esto se le suma el hecho de que trato de evitar que mi cabello y mis prendas ardan por el contacto con la llama. El alféizar de la ventana tampoco ayuda mucho, pues es bastante estrecho, y la abertura en la que están engastados los cristales, muy ancha y redondeada, por lo que apenas puedo agarrarme, a excepción de unas piedras salientes o los huecos producidos por el desprendimiento de algunas piedras mal encajadas.

Siento los goterones de sudor producidos por el calor y la proximidad del fuego correr por mis sienes, pero no me atrevo a enjugármelos con la manga por miedo a perder el punto de apoyo. Me muerdo los labios y entrecierro los ojos, alzando tímidamente la mano de la antorcha hacia el cielo. Sujetándome a una pequeña grieta de la pared, me inclino hacia delante lentamente, hasta que noto el fresco viento nocturno mecer mis cabellos y refrescarme la frente. Evito mirar por debajo de mí y fijo la mirada en mi objetivo: el techo del santuario.

Respirando con fuerza, lanzo la antorcha por encima de mi cabeza en dirección al techo a dos aguas del edificio. Inmediatamente queda encajonada entre las figuras aladas y oigo un estallido y un chisporroteo: al parecer, el techo está embadurnado de brea o resina.

Desciendo de nuevo hasta la muralla, y una vez allí salto al vacío, al exterior de la ciudad. Corro sin mirar atrás hasta alcanzar de nuevo el bosquecillo en el cual pasé la tarde con la Reina. Una vez allí vuelvo la mirada, tratando de recuperar el aliento tras la carrera. Me recuesto contra el tronco de un árbol y suspiro.

Las llamas iluminan el cielo, tiñendo el manto azul de la bóveda celeste de tonos anaranjados y rojizos, entremezclados de vez en cuando con el violáceo y el azul de un ocasional fogonazo. El fuego se ha extendido a otros edificios circundantes; la noche arde en un colérico rugido animal y en una multitud de gritos, y alaridos histéricos.

Ojalá todos los herejes de Des-Lorth ardan en el Infierno junto a su dios anticristiano, como es su Destino. Amén.