Capítulo I (Parte III)

Don Juanjo de Arenza


-¡Señor Juanjo!-exclama Diego a la noche siguiente, entrando bruscamente en mi tienda-¡Están atacando el campamento!
Me apresuro a coger mi maza y salgo al exterior.
Una de las tiendas se ha derrumbado, y ahora forma un montón de astillas y jirones sucios apilados en un montón llameante. Algunos hombres disparan con sus arcos, y de momento no alcanzo a ver qué es lo que nos ataca.
Un arquero dispara una flecha incendiada al cielo, y un segundo después la noche se estremece en un chillido agudo y agonizante, seguido del tintineo del metal de la armadura del hombre al sucumbir bajo la presión de los afilados dientes del monstruo.
Junto a la puerta de mi tienda hay un hombre, de la orden del Hospital, abierto en canal y con las entrañas esparcidas a su alrededor.
-¡Derrotadla con fuego!-grito, por encima de los gruñidos de la bestia y de los gritos de mis soldados.
Alguien prende una hilera de tiendas en un intento desesperado de ahuyentar al monstruo, que arden al instante.
Cuando una llamarada ilumina a nuestro atacante, siento que el corazón late con fuerza en mi pecho y se me encoge el alma.
Es un enorme reptil, una serpiente gigantesca, de casi tres metros de diámetro y unos treinta de longitud. De su alargado y resbaladizo cuerpo nacen dos alas membranosas, que pueden llegar a medir diez metros de envergadura.
Su lengua bífida sisea en la oscuridad, produciendo el desagradable sonido que producen todas las serpientes. Se relame los colmillos, manchados de sangre, mientras sus ojos irisados destellan de placer a la luz del fuego.
Pronto el híbrido se ve acribillado por una lluvia de flechas incendiadas, que le perforan las alas y el cuerpo. Pero, a pesar de todo, la bestia no se rinde. Yo mismo disparo al ser, pero todos nuestros esfuerzos parecen nulos.
Se han incendiado más tiendas, y como no apaguemos el fuego pronto vamos a acabar ardiendo nosotros también.
Nuestra sorpresa es mayor cuando nos vemos ayudados por una tropa de hombres que no pertenecen a nuestras filas. Atacan al monstruo por la espalda, cruzando el río, y la bestia muere al segundo asalto, con las alas y la cola en llamas, profiriendo chillidos estridentes y agonizantes.
-¡Apagad el fuego, rápido!-grito a mis hombres-¡Recoged los cadáveres y amontonadlos junto a la corriente! ¡Los quemaremos mañana!
Éste es nuestro primer contacto con los nativos de la isla. La mayoría son hombres, aunque entre los guerreros distingo algunas mujeres de ojos rasgados y orejas puntiagudas. También hay hombres enanos, que son voluminosos y bajos, rechonchos en su gran mayoría. Si duda aquí hay más de una raza inteligente.
Una mujer de orejas puntiagudas ataviada con una basta túnica de lana se acerca a mí mientras mis hombres apagan el fuego y amontonan los cadáveres junto a las tiendas destrozadas.
Inmediatamente me doy cuenta de que no hablamos el mismo idioma. El suyo se compone de siseos en su mayoría, entonados melodiosamente, lo que me recuerda a los trinos de los pájaros en primavera. Es una lengua que nunca había oído antes.
Cuando ve que no entiendo lo que me dice se aleja, gritando a los hombres para que regresen junto a ella. Los hombres obedecen y la oscuridad se los traga.
A pesar de que ella y sus hombres nos han ayudado pienso conquistarlos. No dudo que sabrán defenderse, pero será fácil. He venido a conquistar tierras para el Señor. Si hay herejías de algún tipo, las exterminaré, como llevo haciendo toda mi vida.
Cuando despierto a la mañana siguiente los primeros rayos del alba comienzan a dejarse entrever entre las altas cumbres de las montañas del valle.
Salgo de mi tienda, e inmediatamente el aire cargado me golpea el rostro como una losa, con olor a muerte, a sangre y a carne quemada. Veo que algunos de mis hombres se encuentran en el centro del campamento, alimentando con ramas y hojas secas una enorme hoguera en la cual arden las tiendas destrozadas y los cuerpos mutilados de los caídos en la batalla.
La tierra fértil en la que habíamos acampado anoche ahora se ha convertido en un barrizal de color rojizo, debido a las enormes cantidades de sangre derramada.
Vuelvo la mirada hacia el riachuelo que corre entre las piedras, donde aún se encuentra el cadáver de la bestia.
Unas breves órdenes y cincuenta soldados se apresuran a arrastrar el gigantesco cuerpo hasta el fuego, donde arde con los demás cadáveres. El aire huele ahora a corrupción, debido a la negra carne de la criatura que arde, y a una mezcla entre agua estancada y vómitos, así como a sangre y a muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario