Capítulo II (Parte I)

Haïass III, Reina de las Sombras


Me despierto al alba, con las primeras luces.
Hace frío, como siempre, pero yo ya estoy acostumbrada a eso; odio el calor y la luz del Sol, por lo que pronto comenzará a funcionar el hechizo que cada mañana al alba, y hasta el anochecer, hace que el frío cielo se cubra de una espesa capa de nubes, cuya energía procede de las inagotables reservas de la Torre, al Este del reino. A veces hasta hago que llueva durante días e incluso semanas, tan sólo por el puro placer de ver sufrir a los hombres por sus cosechas perdidas debido a las inundaciones.
Bajo de la cama y apoyo los pies en el gélido suelo de mármol. Un escalofrío me recorre la espalda, pero me obligo a levantarme.
Una de las múltiples doncellas del castillo me ayuda a vestirme. Me ata con fuerza los lazos del corsé, oprimiéndome el pecho entre el pesado y suave terciopelo negro. La falda que la mujer ha preparado para mí hoy es larga, también de terciopelo negro y blanca seda. Me ayuda a atarme las botas y me trenza los cabellos, para luego recogérmelos en la nuca con lazos de seda, colocándome después un fino aro de plata sobre la cabeza, un modesto adorno para resaltar la belleza de una reina. Me echo la capa sobre los hombros y me la abrocho con un pequeño cierre plateado.
La doncella esclava, una joven humana de apenas una quincena de primaveras, titubea, mirándome con el entrecejo fruncido.
-Mi Señora-empieza, bajando la mirada de ojos ambarinos-¿Llevaréis armas?
-Nunca viene mal ir armada, ¿no crees, muchacha?-respondo, sonriendo, aunque con voz gélida e inexpresiva-Tráeme a Hessedarth, rápido.
La jovencita se da la vuelta y sale corriendo del dormitorio, apresurándose a bajar a la armería, donde guardo mis más preciadas armas, así como mi traje de guerra y múltiples instrumentos de tortura.
Cuando regresa, corriendo y con las mejillas arreboladas por el intenso frío de los corredores, trae abrazada contra su pecho mi espada.
-Mi Señora. Vuestra espada-me tiende el arma, extendiendo ambos brazos, e iniciando una torpe reverencia.
Cojo la empuñadura y la desenvaino, ante los asombrados ojos de la esclava. El filo acerado reluce con los débiles rayos de Sol que penetran por la ventana. En la cruz de la espada se entrelazan dos serpientes de ojos de rubí, y en el filo aparecen grabados símbolos arcanos a modo de delicadas filigranas de oro, que representan a los Grandes Dioses.
-Te gusta, ¿verdad, muchacha?-pregunto, con una sonrisa cínica en los labios.
La jovencita asiente, demasiado asustada como para pronunciar palabra.
-¿Sabes lo que es?-envaino el arma y cojo a la niña por los hombros-¿Sabes qué es esta espada?
-Sí, Mi Señora. Es Hessedarth, la Hija del Odio, la espada que Nuestra Señora Elwhyne, la Diosa de las Dos Caras, forjó para combatir la fuerza de la Oscuridad. Es la espada que está destinada a vencer a Ressessh, y que devolverá la paz a Vel’ Elvëth.
Enfurecida, le suelto un bofetón a la muchacha en la mejilla.
-¡No digas eso en mi presencia!-grito, mientras la doncella retrocede hacia el arco de la puerta, con lágrimas en los ojos-¡Recuerda que Ressessh es nuestro Señor, Nuestro Padre, al que debes la existencia! ¡Eres una muchacha insolente, y serás castigada por ello! ¡Serás torturada hasta que admitas tu error, y luego exiliada a las Montañas del Norte!
-Mi Señora, no... -la niña llora, implorando por su vida, arrodillada ante mí, aunque no se atreve a alzar la mirada-... Yo no quería... no, por favor, no quiero ir a la Torre... por favor, Mi Señora... por favor...
-No estás en condiciones de protestar, esclava-respondo, cogiéndola por el cabello y acercando mi rostro al suyo, lanzándole una mirada gélida y cortante como una daga con el fin de intimidarla-No estás en condiciones de replicar nada, ¿me entiendes? Has cometido una falta digna del mayor de los tormentos, porque nunca nadie me destronará ni este reino caerá, ¿me oyes?-la jovencita, en el suelo, sigue llorando, con el rostro enrojecido-¡¿Me oyes?! Ahora vete, y no vuelvas más. No serás sometida a tortura ni serás objeto de ningún experimento, para tu alivio, pero partirás a las Montañas sin más que lo puesto y no volverás a aparecer por el castillo ni por ningún lado de este reino. Éste será tu castigo, y considéralo como un favor, niña, ya que has sido salvada de la Torre y del sufrimiento.
-Sí, Mi Señora.
Baja la cabeza y sale de la estancia, sollozando y cubriéndose el rostro con las manos. Mando llamar a otra doncella y le doy instrucciones precisas para que la niña sea escoltada hasta los límites de la Región Oscura y luego abandonada a su suerte.
Sonriendo de satisfacción, me ciño la espada alrededor de la cintura y me dirijo lentamente al comedor.
Los tacones de mis botas golpean el pálido suelo del pasillo, y el eco reverbera en las desnudas paredes del castillo. Uno de los guardias, un hombre-saurio de complexión fuerte, se acerca a mí y comienza a sisear entrecortadamente.
-La Dama Irial ruega una audiencia por su parte, Mi Señora.
Asiento y despido al guardia con un gesto airado, alejándome apresuradamente.

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