Capítulo III (Parte I)

Gildor, Señor de los Hombres


Tres días de incesante viaje a través del bosque y de las llanuras nos colocan a la altura del Muro al amanecer el cuarto día. Hace frío, y los débiles rayos de Sol que logran filtrarse a través de la niebla matutina apenas calientan la tierra. Fue fácil descubrir los agujeros de los cimientos de la muralla, y agrandarlos no les llevó a mis hombres demasiado tiempo, pero la Bruja ya lo tenía todo previsto. Apenas pisamos el suelo de la Mitad Oscura, comienza a llover fuego.
Las espesas nubes asentadas al ras del suelo se desvanecen poco a poco, dejando entrever unas figuras oscuras y amenazantes que se yerguen ante nosotros. Algunos son humanos o elfos, la mayoría, pero también avisto engendros que parecen sacados de las más horrendas e indecibles pesadillas.
A la cabeza de la monstruosa comitiva distingo un bello corcel negro como la obsidiana: es la montura de la Reina. Su armadura negra tachonada en plata refulge en la leve claridad del amanecer, con sutiles reflejos violáceos e iridiscentes. La capa, de terciopelo negro y suave, ondea tras ella, mecida por el gélido viento. Detiene su bello corcel frente a mí, lanzándome una mirada envenenada a través de la ranura del yelmo. Me estremezco involuntariamente, bajando la mirada.
Ella se quita el casco, mostrando su bello e inmortal rostro a modo de saludo. El cabello oscuro, trenzado, le cae sobre la espada, y sus ojos me taladran de hielo, mientras una sonrisa desfigura sus labios carmesíes.
-Veo que habéis decidido presentaros en batalla-consigo articular tras unos breves instantes de vacilación.
-Y yo aprecio sin duda que vos y vuestro ejército sois unos temerarios, Gildor-un leve acento irónico impregna su voz-Francamente, os creía más prudente. O, al menos, algo más avispado-su risa cristalina me taladra los oídos, estridente y con un leve deje de locura.
Ambos ejércitos se encuentran frente a frente, y las bestias que forman sus filas gruñen y se estremecen, mientras nuestro aliento se convierte en nubecillas de vapor al salir de nuestras bocas. Noto a mis hombres inquietos a mis espaldas. Las ruinas de Muro nos rodean, y las piedras chispean débilmente a medida que la magia negra que las impregna muere.
-¡¿No es esto lo que queríais?!-grito-¡¿No queríais acaso una nueva guerra?!
La Reina ríe.
-¡Respondedme!
-¿De verdad pensáis, Gildor, hijo de Albion, que vos y vuestro ejército de débiles hombres y no tan inmortales elfos podéis vencer a mis filas? ¿De verdad lo creéis?
Me vuelvo hacia mis hombres, dando una silenciosa orden para que mantengan sus posiciones. Sin embargo, desafiando las miradas asesinas de sus compañeros, uno de los soldados de caballería se adelanta, mientras su caballo resopla, desoyendo mi orden.
-Si hemos venido hasta aquí es porque buscamos un enfrentamiento justo-no reconozco la voz del jinete que ha tomado voluntariamente la palabra, pero suena demasiado aguda, lo cual me hace pensar que es un muchacho, y que apenas ha terminado la pubertad-Algo que sin duda, bruja, no podrás darnos.
Veo que la Reina frunce los labios en una mueca de desprecio, y taladra con su mirada al joven soldado, y, sin embargo, él ni siquiera se estremece. Es demasiado valiente, o demasiado temerario.
Lentamente, veo que la mujer tensa la cuerda de su arco de tejo, apuntando cuidadosamente al pecho del joven que ha osado desafiarla con mortal puntería.
La flecha, perfectamente dirigida, atraviesa sin apenas esfuerzo la coraza del jinete, clavándosele en las entrañas.
-Y ahora, débil mortal, muéstrate y atrévete a decir lo mismo con el rostro descubierto.
Me encuentro apostado cerca del jinete, de hecho, apenas nos separan otros dos caballeros, y oigo la jadeante respiración de éste, y veo que la sangre mana de sus labios cuando lentamente alza la visera del yelmo que le cubre el rostro, y, finalmente, lo arroja a un lado.
Mis ojos se abren desmesuradamente cuando una cascada de cabello oscuro cae sobre los hombros del jinete, y veo la sangre manar incesante de los labios de mi propia hija. Sus ojos oscuros claros lentamente, y la flecha de la Reina sobresale de su pecho, rodeada por un círculo de sangre cada vez más grande.
-No soy débil, bruja-dice, y un hilo de baba ensangrentada mezclada con otros fluidos corporales escapa de la comisura de sus labios-No soy débil… porque… porque… no… soy… un… hombre.
-¡Puta!-exclama la Reina, soltando una carcajada.
Aparto a golpes a los dos caballeros que me separan de mi hija. La muchacha jadea una vez más, y la sostengo en mis brazos antes de que caiga del caballo.
-¡Hardeïl!-exclamo, sintiendo las lágrimas correr por mis mejillas-¡Hardeïl!
Ella abre lentamente los ojos, en los que apenas brilla ya una débil chispa de vida; el azul del cielo comienza a apagarse y un velo oscuro cubre los destellantes iris.
-Padre-murmura-Padre, lo siento muchísimo-un río de sangre mana de sus labios entreabiertos y se escurre por su pálido cuello-Yo sólo… yo sólo quería…
Le cierro los ojos cuando su corazón late por última vez, desviando la mirada hacia la Reina, que continúa altiva sobre su montura, sonriendo.
-Oh, Gildor, he matado a tu pequeña-dice, torciendo la boca en una mueca de desprecio y sadismo-Qué pena. Me gustaría quedarme con el cadáver. Ya sabes, por el bien de la investigación. Necesito un nuevo híbrido. Y ella por fin tendrá una vida digna.
La carcajada que suelta me repugna, y aprieto el cuerpo yerto de mi hija con fuerza contra mi pecho. Reprimo las lágrimas y siento en mi interior el odio que quema mis entrañas y evito responder.

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