Capítulo IV (Parte I)

Don Juanjo de Arenza



Tras haber mandado cuatro batidores a explorar los alrededores de las cordilleras, además de unos precarios barcos al otro lado del océano, tras el cual, en los días más despejados, se aprecia el contorno nebuloso de otra desconocida isla. Esperamos durante una semana pertrechando la flota y reponiendo con los habitantes de la zona las bajas que habíamos sufrido en nuestros batallones.

Hace poco ha llegado del otro lado del portal un inquisidor, una de esas grandes y nobles personas que se encargan de extirpar la herejía de Europa. De momento se va a quedar en la isla.

Como aprendí en las guerras de Oriente, la manera más útil de aprovechar las poblaciones es formar levas.

Hemos reconstruido las forjas dañadas en la batalla y hemos forjado más espadas con la ayuda de los más hábiles herreros. Hemos talado árboles, y hemos utilizado sus ramas y raíces para construir escudos y armas de asedio. Este pueblo tiene una gran habilidad para curtir algodón, que es abundante en estas tierras, con lo que hemos hecho armaduras acolchadas para las levas locales.



Tras una semana contábamos con un ejército de quince mil infantes y ciento cincuenta caballeros.

Fue un lunes por la mañana cuando Diego entró en mi tienda, y me informó de que los barcos habían regresado. Rápidamente nos dirigimos al puerto.

Cuando llegamos, uno de los dos que habían sobrevivido al duro viaje al otro lado del océano ya había muerto por hipotermia, y el otro titubeaba mientras decía:

-Mi Señor, tenemos extrañas noticias. En medio de ese continente se erige una gran muralla negra, que separa la isla en dos mitades. En la mitad Norte habita un pueblo extraño, formado por criaturas que desconocemos, mientras que el Sur está habitado por razas humanas y civilizadas.

-¡Agua y mantas para este hombre!-grito enérgicamente, al tiempo que un regusto a victoria me llena la boca.

Tras encerrarme en mi tienda y decidir el siguiente movimiento, salgo y recibo la noticia más destructiva de mi vida:

-El portal se ha cerrado, Mi Señor.

El mundo cae sobre mí y me sepulta. Hago lo primero que se me ocurre.

-Preparad el ejército, pues zarparemos mañana. Que los sabios empiecen a impartir clases a los jóvenes de este pueblo. En cuanto al inquisidor, lo que menos deseo es que un asesino me moleste. Matadlo y tirad su cadáver al mar.

Cuando el alba despunta por el Este embarcamos y zarpamos rumbo a la isla al otro lado del mar, al encuentro del misterioso muro que la divide y de las diferentes razas que habitan esa tierra.

Las levas locales se alteran y comienzan a gritar de manera histérica en cuanto conocen el rumbo. Diego se acerca.

-Mi Señor, esto me da muy mala espina. Los hombres de la isla no están dispuestos a embarcar por las buenas.

-Lo sé, Diego, pero no podemos dar media vuelta. Esos hombres, en el fondo, no son más que esclavos de Nuestro Señor, y es su obligación obedecernos como representantes de Dios en la Tierra. Emplea la fuerza con ellos si lo crees necesario-le respondo.

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