Capítulo IV (Parte II)

Don Juanjo de Arenza



Tras dos días navegando alcanzamos las costas.

A lo lejos, tan lejos que la costa aparece como una fina línea difuminada en la bruma, sobre los acantilados que rigen la playa desde las alturas se erige una enorme y alta torre negra, de la cual parte una muralla de piedra oscura y desconocida, de brillo irisado, que parece no tener fin.

Tras ascender los afilados riscos, montamos en campamento al pie de unas colinas y nos disponemos a pasar la noche.



A los pocos días ya conocemos nuestro entorno y los terrenos que rodean nuestro campamento. Se trata de una vasta extensión llana, alterada de vez en cuando por unas pequeñas cordilleras que abren la tierra como llagas la piel de un mortal. Por lo demás, apenas encontramos vegetación: la energía violácea del oscuro muro consume nuestras propias fuerzas e impide el crecimiento de seres vivos.

No tardan en llegar emisarios de los señores de estas tierras, que parecen ser dos, una misteriosa mujer autoproclamada reina de la isla y un tal rey Gildor. El primer emisario es de éste último, y pide una audiencia conmigo en persona. Yo acepto.

-Bien, notable Señor-comienza-No sabemos de dónde venís, ni si tenéis títulos reales, por lo que he de interrogaros antes de darle mi consejo al rey.

-Mi nombre es Don Juanjo de Arenza, Señor del Este y de la isla de Guan-Hajam. Soy, además, arzobispo de Puda por la gracia de Nuestro Señor.

-Bien. No conocemos vuestras tierras, y no nos fiamos de vos ni de vuestros hombres. Si no salís de nuestras tierras os atacaremos y acabaremos con vos.

-¡¿Cómo?!-me levanto de manera brusca de la piedra en la que me encuentro sentado-¡Me estáis comparando con un infanzón, y no os permitiré semejante osadía!-esta conversación me recuerda dolorosamente a la mantenida anteriormente con la mujer de las orejas puntiagudas, la doncella Guardiana.

Mando descuartizar al emisario, y exponer sus restos alrededor del campamento clavados en estacas.



El siguiente emisario viene de parte de la reina hereje que domina el Norte del Muro. Es una mujer, y también solicita una audiencia conmigo, que cómo no, le concedo, pero sin despegarme de mi guardia.

-Vengo en nombre de la Reina Haïass, Mi Señor; estáis en su territorio, por lo que se os ordena salir de él con presteza-dice con voz amenazante.

-Me encantaría haber empezado con buen pie, mi querida Dama, pero yo no me atengo a normas que no sean las mías, que son las de Dios-le señalo los restos clavados en picas del emisario del rey-No pienso irme de estas tierras, y si no se me trata con el debido respeto podría serle favorable a vuestros enemigos.

La Dama reconsidera los hechos y se va por su propio pie, y a los pocos días un pequeño convoy formado por tres pequeños y primitivos barcos de velas negras atraca cerca de nuestro campamento. La misma mujer se acerca, esta vez con un séquito de bestias extrañas, me busca y se dirige directamente a mí:

-Mi Señora desea entrevistarse con vos por las buenas, o por las malas en caso de que fuera necesario. Tú y un hombre más subiréis con nosotros a la flota y nos acompañaréis hasta el castillo de Mi Señora, donde tendrá lugar la cita.

-¡A mí la guardia!-grito entonces.

Cuarenta hombres aparecen junto a mí, entre ellos Diego.

-Ellos también vienen.

La doncella frunce el ceño en un mal disimulado gesto de desacuerdo, pero yo alzo la mirada y rio ante su desconfianza. La mujer se da la vuelta, sin dejar de lanzar maldiciones y sin separarse de su arma, una larga espada que lleva colgada al cinto.

Embarcamos en los navíos negros, y nos establecen en un diminuto y cochambroso cuarto por debajo de la cubierta, completamente indigno de un alto dignatario de la Santa Madre Iglesia, cerca de popa. Los barcos no parecen muy sólidos, ya que chasquean y crujen mientras atraviesan las gélidas aguas que bordean la isla.



Llevamos una hora aproximadamente en el barco. Las visiones de la tierra circundante a través de las diminutas escotillas del barco son desoladoras. Llanuras desérticas y quemadas por el frío, desembocaduras secas de ríos helados y pueblos en llamas. La presencia de la guerra es inminente en la isla.

Tres fuertes golpes resuenan en la puerta, y dos de mis hombres se apresuran a colocarse a ambos flancos de ésta. Me acerco a la puerta y la abro; un hombre entra gritando con la mano alzada, en la que porta un hacha, de gesto hosco y mirada amenazante. Probablemente haya bebido demasiado, pero aún mantiene la suficiente sobriedad como para abalanzarse sobre mí y mantener un precario equilibrio.

Un golpe seco de uno de mis guardias parte la cabeza del asesino en dos como si fuera un melón. El cuerpo se desploma, y la Dama entra en la estancia.

-Bien... veo que lo has conseguido-dice, mirando de reojo el cuerpo del caído, con una amplia sonrisa en los labios-El viento sopla a favor.

-Pues antes llegaremos... -respondo.

El barco vira y nos impulsamos con fuerza. En apenas dos horas estamos en la costa cercana a la inmensa torre antes mencionada. Desembarcamos y nos dirigimos a ella.

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