Capítulo VII (Parte II)

Awenor


La cueva es espaciosa y cálida, aunque el aire es pesado y seco. El cíclope, un enorme gigante de más de cuatro metros de altura, con un único ojo en la frente, nos recibie escuetamente, alojándonos al fondo de la cueva, junto a una enorme fogata que mantiene día y noche encendida.
Su ojo se pasa por las paredes de la cueva, que eran de roca caliza, deteniéndose en la Dama Irial, quien responde a la ofensiva con una mirada penetrante cargada de odio. Se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano, manchándose el rostro de hollín.


Como había predicho yo aquella mañana, la primera de las nevadas cayó aquel día. Los copos caían incesantes, cubriéndolo todo con el característico color grisáceo del invierno. Frente a la boca de la cueva se formó una barrera de nieve de al menos tres metros de altura.
-¿Qué les trae a dos de las Doce Damas al Monte Altair?-inquiere el cíclope-¿Vuestra Señora prepara un ejército?-y suelta una estruendosa carcajada que hace temblar las paredes de la cueva.
La Dama Irial se pone el pie, con las mejillas encendidas de rabia.
-¡Deberías agradecer a Vuestra Señora que estéis vivo!-grita-¡Todos le debemos la vida a la Reina de las Sombras! ¡No es bueno tomarse a la ligera sus decisiones!
El único ojo del cíclope, del color anaranjado de las llamas, vacila, moviéndose inquieto de la Dama Irial al fuego que arde y media entre ellos.
-Quinientas de las mejores espadas forjadas con fuego de dragón, Elder-le explico calmadamente, sin hacer caso del enfado de la Dama Irial-Tenéis dos semanas.
El cíclope, un especializado herrero, como todos los de su raza, asiente.
-Y ayuda-continúo-Ayuda por vuestra parte y por la de Drackwen.
-No participaré en ninguna de las estúpidas guerras de Vuestra Señora, mis queridas Damas-explica.
Acto seguido da media vuelta y se aleja estruendosamente hacia la forja, penetrando en el corazón ardiente de Altair, la Montaña de Fuego, el hogar de Drackwen, el padre de todos los dragones.


Afuera, la tormenta de nieve ruge contra las montañas, y los copos de nieve siguen cubriéndolo todo con su gélido abrazo. Probablemente durará hasta la Estación Fría, que equivale a la primavera de la Mitad Sur. Casi tres meses.
La Dama Irial está asomada al precipicio, con los copos arremolinándose en torno a su cuerpo y anidando en su oscuro cabello. Sostiene el arco en ristre, esperando avistar algún pájaro al que disparar, posiblemente un cuervo, que aman el frío y la soledad de las cumbres.


Yo me decidí a pasar la Estación de las Nieves en el cálido seno del Monte Altair.


Abajo, en las entrañas de la Montaña de Fuego, el cíclope Elder y Drackwen trabajan duro con el encargo de la Reina de las Sombras. El sudor corre en gruesas gotas por la frente y la espalda desnuda del gigante, mientras que el dragón se limita a avivar el horno con las llamas verdeazuladas de su fuego. Los golpes estremecen hasta los cimientos del monte, haciéndole parecer un ser monstruoso al que le late el corazón con una inusitada fuerza.
Cuatrocientas cincuenta de las espadas descansan en un rincón de la forja, amontonadas contra la pared.
Sentada en una esquina de la estancia, oculta en las sombras, desenvaino la espada que llevaba colgada al cinto con un delicado pero rápido movimiento. El filo gélido de arma reluce con un suave resplandor verdoso, debido al fuego del dragón que aún arde en el interior del metal, a pesar de los años transcurridos desde su forja.
-Synnea-susurro, pasándome la lengua por los labios, sintiendo, como cada atardecer,una terrible necesidad de alimentarme.


Y la presa que tengo más cercana es Elder, el cíclope herrero.

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