Capítulo VIII (Parte II)

Haïass III, Reina de las Sombras



-Si me permitís, Mi Señora, me gustaría narraros mi propia historia, ahora que estamos solos. He de disculparme por no haberlo hecho ayer, durante la cena, pero consideré que no era el momento preciso por posibles espías.
-Eso no es posible dentro de los muros de mi fortaleza, Juanjo-replico con voz gélida e inexpresiva, ofendida por sus palabras-Podéis proceder.
Se levanta y se sienta con las rodillas cruzadas frente a mí, entreteje sus dedos con las verdes hierbas del campo en el que nos encontramos y juguetea con las florecillas antes de comenzar a hablar.
-Si os nombro el lugar de donde procedo, no os servirá de nada, pues tan sólo es un simple nombre que ni siquiera recordaréis. Se trata del lejano reino de Francia, a incontables millas de distancia del vuestro. Llegué aquí como resultado de una misión que me confinaron mis superiores; hace ya pocos días que se cumplieron las veinte semanas. Nunca creí que lo mágico pudiera existir, y de hecho me sentí inclinado cuando llegué a creer que todo esto era producto de mi imaginación o de algún delirio febril, pues todos vuestro poderes especiales, así como la apariencia de vuestros súbditos y hasta de la propia tierra es similar a los cuentos de hadas y duendes que de niño me gustaba oír de labios de mi señora madre.
»Mis progenitores pertenecían ambos a los altos estamentos del pueblo, por lo que tenían en su poder grandes parcelas de terreno, varias de ellas alquiladas, por las cuales cobraban mucho dinero, muchos jornaleros trabajando a su servicio y una buena situación económica. Tenía un hermano mayor, que estaba destinado a heredar toda nuestra fortuna, pues las leyes de los hombres lo disponen así en nuestra tierra. Sin embargo, murió antes de haber alcanzado la mayoría de edad, quedando tan sólo yo como sucesor directo de mi señor padre.
»La enfermedad de las fiebres se llevó a mi padre unos pocos años después, con lo que mi señor padre, destrozado, decidió donar tantos bienes conseguidos con tantos años de esfuerzo a la Iglesia y poner sus armas al servicio de Dios, para lo cual ingresó en una orden de sacerdotes guerreros, quienes pronto lo aceptaron por su hábil manejo de las armas y su provechoso don de la palabra. Ascendió dentro de la jerarquía del gremio de manera pronta.
»Y se olvidó de su hijo, el pequeño Juan hijo de Alvar, al que tanto había querido en tiempos felices, quien pasó bajo la tutela de uno de los hermanos de su señor padre. Alejandro, pues así se llamaba el buen hombre temeroso y servidor de Dios, le llevó con él al monasterio donde vivía con sus demás hermanos, en los confines del reino de Francia, alejándole de sus raíces y de su narcisista progenitor. Una vez establecido en la casa de Dios, el pequeño Juan hubo de ingresar en la escuela del monasterio, donde le enseñaron latín, contabilidad y francés, pues era un idioma que apenas dominaba. Adaptó su nombre a la pronunciación del idioma, y se llamó Jean, el Hijo del Caballero Templario, y convivió con los demás niños de la escuela y del monasterio, pues era costumbre enviar a al menos uno de los varones de la familia a aprender los dones de Dios. Hizo buenos amigos, aprendió a temer y a amar a Dios, se acostumbró finalmente a la vida de religioso, hasta al punto que llegó a gustarle.
»Pero, cuando el pequeño Jean cumplió los diez años, acaeció la desgracia. Pues la orden a la que servía su padre fue condenada ante los tribunales religiosos por cometer actos degradantes de herejía, y sus miembros fueron puestos en tela de juicio, encarcelados, torturados y vejados de todas las maneras posibles, hasta que finalmente se acabó disolviendo la orden. La peor muerte para los herejes era la de morir purificado por las llamas de Dios, la hoguera, que es la muerte que, en el fondo, deseaba en niño Jean para su malvado padre, el padre en quien había confiado y que a cambio le había abandonado a su suerte, recluido en un monasterio en el fin de mundo. Y, sin embargo, lloró. Lloró por su padre, al que habían condenado de manera injusta, pues él estaba seguro de que era un hombre bueno y piadoso. Lloró por su destino, por su hermano y por su madre muerta, por su tío que ahora era su único pariente carnal vivo.
»Huérfano y abandonado, sin más compañía que Dios, pues ya ni siquiera consideraba a sus compañeros del monasterio amigos propiamente dichos, decidió seguir por el camino de la religiosidad y seguir ascendiendo en la jerarquía de la Iglesia.
»Viajó por los diferentes y tan variados reinos de su tierra, en Italia fue llamado Juanjo, por lo que el niño Jean murió, y, con él, sus recuerdos y su pasado.
Alza la mirada, abatido, y sus ojos se clavan en los míos, como dos afiladas esquirlas de hielo. Sus manos se tornan puños en torno a un manojo de hierba, la arranca y lo lanza lejos, con rabia. Veo lágrimas en sus ojos, que no deja correr por sus mejillas.
-Vuestro padre…
-Mi padre murió, Haïass… murió por su honor y por su orgullo, como todo hombre de su rango y porte habría de hacer.
Estoy demasiado confusa como para reprobarle que me haya llamado por mi nombre; sin duda, si fuese un simple siervo o alguna de mis Damas, al anochecer su cuerpo pendería de una de las murallas de la ciudad.
-Hay algo que aún no me habéis contado.
-¿Os referís a mi llegada al reino?-inquiere, alzando la vista un breve momento.
-La Dama Irial me dijo que vinisteis en barco, aparecisteis junto al Muro, en la costa, y llevabais con vosotros una hueste de hombres que hablaban nuestra misma lengua… se supone que veníais de otras tierras al Oeste de la isla. He de suponer que las conquistasteis bajo la fuerza del hierro y esclavizasteis a sus habitantes.
-No es vuestro reino.
-No, en eso tenéis razón. Es vuestro.
-Era una pequeña isla. El portal se abrió allí, en medio de un erial rodeado por una cadena de abruptas montañas. Las montañas ocultaban un pequeño paraíso verde, de agua abundante y suelos fértiles. Estaba custodiado por un grupo de hombres de orejas puntiagudas y por una monstruosa bestia alada, del tamaño de un edificio y con sinuoso cuerpo de reptil. Una mujer me regaló un anillo el día de nuestra llegada: como habréis podido comprobar, son capaz de hablar vuestras lengua como cualquiera de vuestros siervos-me tiende la mano; en s dedo anular refulge una pequeña piedra roja engastada en un sutil y poco adornado aro de plata-Tan sólo purgamos a los herejes, como es nuestro deber según las leyes de la Santa Madre Iglesia-dice, quitándole importancia a la masacre.

2 comentarios:

  1. aHORA ADMIRO MAS A jUANJO... SI YO HUBIESE PASADO POR TODO ESO, CREO QUE ABSOLUTAMENTE ME HUBIESE VUELTO COMPLETAMENTE RUDA Y VENGATIVA!!!

    VOY AL ÚLTIMO...

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  2. Gracias desde el fondo del alma por seguirme con tanta ferviencia... ¡en serio se agradece! :-)

    Juanjo es un hombre duro. Es un hombre real, que existe en el mundo real, alguien a quien conozco y admiro de verdad...

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